Caducidad

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Imagen oscura de una mujer sentada, con las piernas cruzadas.
Deviant Art

Elisa era una de esas personas que consiguen deslumbrarte con facilidad.

A eso dedicaba todo su tiempo y esfuerzo: a sorprender, a provocar en los demás la necesidad de querer mirarla, de querer escucharla, de querer tenerla cerca, lo suficientemente cerca como para acabar dentro de ella. Hasta que se cansaba y buscaba otro incauto al que impresionar.

Elisa no era una mujer guapa, no. Resultona, eso sí. Tenía algo, pero ese “algo” no radicaba en su físico, precisamente. Con los andares de una gata, sensual y sinuosa. Sabía cómo hablar y cómo cruzar las piernas para levantar algo más que expectación. Con un cuerpo de curvas simples y pecho discreto. Ni gorda ni delgada. Ni alta ni baja. De pelo rojizo y corto, a lo garzon, y ojos grandes y rencorosos, camuflados bajo unas buenas gafas de sol, que añadían el puntito de misterio necesario para que quisieran quitárselas, junto con el resto de su ropa. Y es que su poder hipnótico era legendario.

Pero Elisa era fiel a sus principios —y a sus finales—, y procuraba no quedarse demasiado tiempo en la misma postura, con la misma persona, para evitar cualquier tipo de marca impertinente en la piel o, quizá, bajo ella.

Cuando la conocí, estaba en horas bajas ya. No era más que un reflejo de lo que fue, aunque conservaba esa mirada rencorosa, oculta por unas gafas de sol a la última, y difuminada por el humo de sus cigarrillos, bajos en nicotina.

En el fondo, nos parecíamos, mucho, no había más que vernos. Sin un atractivo físico al que recurrir, teníamos nuestras armas de ataque y retirada, claro, y nuestro público fiel, que iba creciendo y renovándose a buen ritmo. Y, en todo movimiento, buscábamos nuestro propio beneficio, nuestro placer, que, al fin y al cabo, es lo único que consigue mantenerte vivo.

Las charlas incansables, sobre temas abstractos y absurdos, comenzaron a ser habituales en nuestras tardes de café, aderezado con un buen chorro de whisky.

Vi mi futuro cuando, una de esas tardes, se quitó las gafas. Ahí estaba, el triunfo de vivir sin ataduras, reflejado en su mirada, de un color difícil de clasificar, como ella, acompañado de una sonrisa que disimulaba las intenciones que encerraban sus ojos. Y entendí que, en algún momento, yo también dejaría de despertar interés y que viviría de los recuerdos de juventud. Pero, por suerte, ese día tardará en llega… Los hombres disfrutamos de un amplio margen en nuestra fecha de caducidad.

La otra noche, volvía a casa tras disfrutar de la compañía de una chica a la que ya había olvidado. Al pasar por la puerta del garito de Tomás, percibí una sombra apoyada en la pared. Una chispa roja se encendió súbitamente y el humo, azulado y huidizo, flotó en busca de la bombilla de una farola cansada, que iluminaba vagamente la escena.

Era Elisa. Sujetando su cigarrillo con sus dedos esbeltos, faltos de anillos, de uñas largas y cuidadas, con un vestido camisero que, mágicamente, le  dibujaba una inexistente figura, haciéndole parecer una de esas mujeres fatales escapadas de alguna película de los años cuarenta.

—¿Elisa?

—Tino —me respondió en tono grave. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin hablar con nadie.

—¿Qué haces ahí?

—Fumar, ¿no lo ves? —Y acompañó su respuesta con una de esas sonrisas fingidas, que solía utilizar para disimular el amargor de sus palabras—. ¿Quieres uno?

No me apetecía, la verdad, pero el exceso de melancolía en su voz me invitó a fumar con ella.

Cogí el cigarrillo, que había sacado de su pitillera, y lo encendí en la llama temblorosa que me ofrecía.

—Gracias… —dije y, solté una espesa bocanada de humo, que se interpuso entre los dos.

—Sabes, Tino, ya nadie da fuego, ya nadie da cigarrillos porque sí, ya nadie da nada, ahora todo el mundo pide… y eso me está quitando el puesto de trabajo. —Sonrió, derrotista—. Todo el mundo acaba pidiendo algo, aunque no deba…

—Todo el mundo acaba dando algo, aunque no quiera —contesté ágil.

—Tú no me has dado nada —me recriminó.

—¿Yo?

—Tú.

—¿Y qué quieres que te dé yo? —contesté con desdén. Ella se sonrió, contenida, pero el alcohol en sangre le arrancó una escandalosa carcajada que acabó por atravesar su garganta, para salir despavorida, huyendo descontrolada por el callejón.

Elisa me miró con sus ojos grandes, profundos, ya no tan rencorosos, que habían levantado, antaño, tantas pasiones con un simple pestañeo.

—tú y yo nos parecemos, mucho. Digamos que somos dos versiones de la misma canción—comenzó a decir—. Tú sabes cuál es mi juego, porque juegas a lo mismo. No somos malos, no, solo buscamos sorprender, deslumbrar, sentirnos por un momento el centro de la vida de alguien, aunque ese alguien no nos importe nada… Y desaparecemos a tiempo, por miedo a ver cómo esa admiración, un día, se desvanece. —Dejó caer el cigarrillo al suelo y pequeñas chispas rojizas saltaron hasta apagarse lentamente—. Porque, bien sabes tú que, acaba por desaparecer, sin más, de la misma manera que apareció, y nadie nos ha adiestrado para saber afrontar la decepción.

Elisa se acercó y apoyó su mano en los botones de mi camisa, jugueteando con uno de ellos.

—Tú no me has dado nada —me acusó—, todavía.

—Tampoco me lo has pedido.

—pensé que, alguien tan listo como tú, ya se habría dado cuenta.

—¿Qué quieres…?

Y, levantando la cara, me besó, pegándose a mí, con rabia, arrebujando la camisa en su puño y tirando de ella para pegarme aún más a su cuerpo.

Cuando nuestras bocas decidieron separarse, ella evitó mirarme.

—¿esto es lo que querías? —le pregunté, tomándola por los hombros.

—no. Quiero más —susurró—. Quiero… quiero ver cuánto tiempo tardarás en decepcionarme.

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