
Hoy he descubierto que un jueves cualquiera sabe a mucho más que a un café.
Sabe a kilómetros y reencuentros. A humedad y algo de viento. A coches que no suenan, a semáforos en ambar y patinetes camicaces.
Sabe a galletas de caramelo y tazas rebosantes que derramar. A los últimos días de un invierno que se va, sin prisa pero sin pausa, sin tener muy claro a dónde quiere llegar… como tú.
Un jueves cualquiera, el último de nuestros jueves, sabe a libros perdidos y relatos encontrados, que amarillean en el fondo de un cajón.
Al hilo musical que, caprichoso, nos devuelve a la casilla de salida.
A miradas que se suicidan por el ventanal de un centro comercial medio vacío, mientras tu voz resuena años atrás.
Sabe a confesiones impuntuales y a recuerdos que creíamos olvidados. A mentiras bien elaboradas para crear expectación. A la farsa del actor. Al guión de un mal escritor.
A la levedad que le queramos dar a las palabras y a la intensidad del enfado mal disimulado.
A la cucharilla plateada que, en una taza bien llena de reproches, remueve los malos recuerdos y se cree que los diluye, como si fuera un simple azucarillo.
A sonrisas que esconden decepciones y a decepciones que no pueden aspirar a más.
A amagos de comienzos que duelen tanto o más, incluso, que un mal final.
A las palabras que se quedaron en el tintero y a todos los ríos de tinta que eso provocó.
Y ahí, al otro lado de la mesa, al otro lado del café, de la cucharilla y del hilo musical, en un jueves cualquiera, en el último de nuestros jueves, mi desinterés y tu falsedad esperan la respuesta que ya nunca llegará, porque tu memoria es frágil pero mi rencor no.